“Hola, mi nombre es Ami Bruce y
me diagnosticaron cáncer”, fue lo primero que leí de ese correo que
recibí. Según Ami, AT&T se había
comprometido con donar 1 Centavo de Dólar por cada vez que se reenviara ese email. Era finales de los años 90s, cuando por fin
llegó el boom de las conexiones a Internet (vía discado telefónico). Lento, engorroso y confuso para muchos, así
la gran red llegó para quedarse de forma definitiva en nuestras vidas. Nadie hablaba del Y2K, pocos sabían que
existía algo como la Web (y menos saber para qué sirve), no era una regla
general tener teléfono móvil y las pantallas de TV seguían siendo cuadradas, o
algo parecido.
Yo por jugar adelantado y creerme
muy astuto, no reenvié el correo a nadie, más bien le respondí al remitente,
dedicándole más de 45 minutos a darle ánimos y toda clase de estímulos, con la
mejor de las intenciones, solo para darme cuenta, tristemente, que la dirección
original de correo no existía. Ami Bruce no existe, pero por sobre todas las
cosas, nadie va a donar nada por un correo reenviado. Véanlo así: Si alguien quiere y puede donar
dinero para salvar una vida, lo hace de una vez y no se pone a jugar con esto.
Algunos años más tarde, tuve la
gran fortuna de ser administrador de redes, período del tiempo durante el cual
creo haber visto toda clase engaños, trucos y bromas, a través del correo
electrónico (cuando era más o menos vulnerable), que me hicieron ser bastante
escéptico respecto a cualquier información que llegara a mis manos. Vi como los usuarios de mi red, vez tras vez
sin detenerse, reenviaban información sin verificar su fuente y sin tomarse un
instante para reflexionar sobre la veracidad de lo que estaban compartiendo:
“Encontraron a Bin Laden”, decía un mensaje; “Messenger va a apagar sus
servidores”; ni hablar de la red de engaños nigeriana que buscaba incautos con
ofrecimientos de millones de dólares por hacerse pasar por un familiar de
alguien que murió y dejó una fortuna.
Reflexionar 30 segundos con solo un poco de sentido común, habría
bastado para detener esas cadenas de información falsa.
Ojo, todo esto ocurrió a través
de PCs, aun los “Smartphones” no se habían hecho presentes. Pero llegaron e hicieron realidad todos los
sueños de movilidad y comunicación en tiempo real. Son pequeñas maravillas que te permiten estar
en contacto con alguien al otro lado del planeta, tan rápido como si estuviera
al lado. El único problema es que los
teléfonos “inteligentes”, son propiedad de seres humanos que no son tan
“inteligentes”. Entonces era de suponer, como en efecto ocurrió, que toda esa
bola de contenido basura migrara a la telefonía. Como se suele decir, la culpa
no es del burro sino del que lo arrea.
Tenía que hacer este largo
recuento para llegar a este punto, porque ha ocurrido un cambio muy
significativo. Y todo comenzó con las
redes sociales, sobre todo con Twitter (aunque sus creadores siempre insisten
que no es una red social), donde todos, sin querer queriendo, nos hemos
convertidos en multiplicadores de la información. Casi reporteros, para ser exactos. Y esto es
algo muy positivo, cuando vas en la carretera y te consigues con un gran
accidente, al cual le tomas fotos, lo publicas e informas a tus semejantes
acerca de la situación y los alertas para que tomen otro camino. Pero este poder que ahora está en manos de
todos, es tan positivo cuando se utiliza bien como perjudicial si se tienen
malas intenciones. Pero hay algo peor que ser malintencionado, y es no tener
ningún tipo de criterio, puesto que se corre el riesgo de ser multiplicador de
noticias sin fundamento.
Twitter, Facebook, Instagram…
todas están llenas de cualquier tipo de información no corroborada, que podría
ser cierta, como podría no serlo. Todas ellas se encuentran, más o menos,
ordenadas en un servidor principal, donde pueden ser ubicadas y eliminadas, si
fuera necesario. Pero como ocurrió años
atrás con el correo electrónico, las personas en general tienen disponible en
sus dispositivos personales, cuanto sistema de mensajería exista (Si, Whatsapp y
todas las demás), por medio del cual pueden enviar lo que sea que se les
ocurra, como y cuando gusten. Ahora todos tienen una solución diferente para
curar el Covid-19, por ejemplo. No sé
cuántas veces he leído una cadena que comienza diciendo “En el programa de
César Miguel Rondón…”, que aclaro, tiene más de un año que no está en su
espacio radial. Peor aún, cuando preguntas por la fuente de la información, el
que te lo envió te dice, casi molesto, “eso me lo envió fulanito que es persona
seria”. Cortes eléctricos, teorías de
conspiración, curas milagrosas, mezclas de alimentos que son venenos fulminantes,
cierre de servicios, zapatos de regalo, dinero de la nada… Todo eso y más, es
enviado y reenviado sin pasar por ningún filtro. Resulta que ahora tenemos todo tipo de
alternativas para estar informados y vivimos en la nueva era de la
desinformación.
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Hace un tiempo escuché de un
servicio de Google, llamado “Fact Check Tools”, que analiza la información y
devuelve páginas web con indicativo acerca de su veracidad. Pero honestamente no es funcional y no creo
que se mantenga en el tiempo.
Entonces, por el momento, no
existe una herramienta efectiva para la verificación de la información. Excepto una: El sentido común. Éste, lleva a
averiguar un poco más y refrena el impulso de simplemente reenviar algo,
simplemente porque parece ser cierto o interesante. Parece que el colectivo
humano no entiende que es mejor no informar que desinformar.
Si los canales tradicionales de
información deben hacerse responsables de lo que dicen y sus consecuencias, no
veo por qué los individuos no deban hacer lo propio. Pero mientras esto no sea
así, no queda otra cosa que hacer más que dudar de toda información que
llega. No importa si fue mamá, que nunca
dice mentiras, la que envió el mensaje sobre la nueva explosión del Krakatoa. Si ella no lo verificó, se convirtió en
agente propagador de la desinformación. Pero depende de cada uno romper esa
infinita cadena o ser parte de ella.
Yo tengo motivos para desconfiar;
ustedes también. Y su deber y responsabilidad es corroborar cada una de las
cosas que estén tentados a compartir.
Por respeto al prójimo, ética y hasta profesionalismo, es lo mínimo que
se puede hacer.