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Lo que queda del balón que usamos mi hijo y yo... |
Hace unos cuantos años vi en TV
un documental sobre unos adolescentes de Brasil, los cuales jugaron un partido
de fútbol frente a un ojeador de un importante equipo del Brasileirão
(Campeonato de fútbol Brasileño).
Estaba basado en la historia de un joven que, poniendo toda su esperanza
y su talento en el juego, se lució como nunca, marcando goles y haciendo
asistencias, con la fe de poder sacar a su familia de la pobreza y lograr su
sueño de ser futbolista profesional. Me
sorprendió mucho el desenlace, donde el ojeador dijo que necesitaba solo un par
de defensas y se llevó a otros chicos.
Fue muy triste ver como regresaba llorando, con las manos vacías y su
sueño convertido en solo eso.
Pero lo que más me llamó la atención del
documental, fue algo más que mencionó el ojeador: Les dijo a los jóvenes que no
debían sentirse mal, porque no todos
pueden llegar a ser profesionales. Y
aunque no logren cumplir ese anhelo, podrán seguir jugando fútbol. Amateur,
pero fútbol al fin.
En ese momento, poniéndome en los
zapatos del derrotado protagonista, en verdad que me supo a poco esas
palabras. Pero luego, en frío lo pensé y
concluí, que tenía absolutamente toda la razón.
Y es que somos tantos los que jamás logramos llegar a jugar en el equipo
de nuestros sueños, que sería absurdo, incluso ridículo, limitar la felicidad
que da patear un balón por no hacerlo exactamente donde deseábamos. Y es que en donde sea, cualquier lugar del
mundo, se puede jugar y perderse en una cancha, entretenerse y olvidar que hay
una vida más allá de ese encuentro entre amigos. Ni siquiera hace falta abrir la boca o hablar
el mismo idioma, el balón tiene su propio lenguaje.
¿Y por qué yo amo al fútbol?
Desde niño se mete en la sangre el desafío con el balón, el esfuerzo por
superar al rival, superar al cansancio, la emoción de una gran jugada individual
o colectiva, el éxtasis del gol (incomparable a otra cosa). Son tantos los detalles que ocurren en la
cancha que se vuelve parte de uno, tan adictivo como la más pegajosa droga,
pero sin ser nocivo. Y todo eso, sin llegar a ser profesional.
En momentos de dificultad, me
refugié en el balón y fue un amigo que me dio su apoyo y tranquilidad,
haciéndome olvidar los problemas y volviendo a ellos calmado, con nuevos bríos. Y tras haberlos superado, recuerdo más cada
partido jugado que los problemas que confrontaba.
Y ahora que el tiempo ha pasado,
veo a mi hijo y a sus compañeros de equipo experimentar las mismas emociones;
lo veo en sus rostros, veo como dejan el alma tras cada jugada. Lo veo en su rostro cuando pelea cada balón
como si su vida dependiera de ello, como si no hubiera mañana. Lo veo cuando me habla de futbolistas hasta
altas horas de la noche y temprano al despertarse. Descubrí la emoción de vivir las mismas
sensaciones a través de él (con la diferencia de que él es infinitamente mejor
que yo). Y comprendí que al lograrlo él,
lo logramos los dos.
También he visto a los padres y
las madres de los demás chicos desvivirse por cada jugada de los suyos. Y quizá ellos jamás patearon un balón en su
vida, pero sienten la misma emoción cuando ellos destacan y logran superar a
sus rivales (algunos de ellos lo manifiestan con gritos efusivos). Eso no lo había pensado, pero fue un
descubrimiento bastante grato.
Y es que entendí que los niños
entran en la cancha y allí, con el tiempo, se convierten en hombres. Para luego ser hombres que entran en la
cancha y ser por un rato como niños. Esa
es la magia del balón.
Lo cierto es que hasta a Dios le
gusta el fútbol. De otra forma no habría
hecho al mundo con la forma que tiene ¿o no?
A todos los futbolistas en su
día, ¡Felicidades!
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